¿Dolarización en Cuba? Una propuesta de futuro (I)
Desde 1959, el régimen cubano ha sostenido que una economía centralmente planificada y controlada es sinónimo de justicia social. Bajo esta premisa, la intervención directa del Estado en los precios y en la moneda nacional fue presentada como una garantía de bienestar para el pueblo. Sin embargo, tras más de seis décadas de ensayos económicos, la realidad ha desmentido aquella promesa. En lugar de prosperidad, las políticas de control de precios y manipulación monetaria han desatado una inflación crónica, una severa depreciación del poder adquisitivo de la población, y el florecimiento de un mercado paralelo que dificulta el acceso a bienes básicos. Este artículo analiza la evolución histórica de esas políticas en Cuba, sus consecuencias económicas –inflación descontrolada, escasez crónica, empobrecimiento generalizado– y la lógica ideológica que las sustenta, evidenciando cómo han servido como herramientas de control social y erosión de la autonomía ciudadana. Finalmente, se presenta una crítica estructurada de la crítica situación económica actual, sentando las bases para justificar la idea de dolarizar la economía cubana como posible vía de salida que se desarrollará en próximas entregas.
Antecedentes históricos: del control revolucionario a la escasez crónica
Antes de 1959, Cuba exhibía uno de los niveles de desarrollo económico más altos de Latinoamérica. La moneda cubana tenía entonces poder adquisitivo real y los mercados operaban bajo relativa libertad. Tras la Revolución, con la instauración del gobierno castrista, el Estado tomó control absoluto de la economía, justificándolo en nombre de la estabilidad y una distribución equitativa de la riqueza. En la práctica, ese modelo centralizado derivó rápidamente en profundas distorsiones económicas.
· Años 60, institucionalización del racionamiento y precios topados: frente a los primeros síntomas de desabastecimiento y al conflicto con Estados Unidos, en 1962 el gobierno revolucionario introdujo la Libreta de Abastecimiento, un sistema de racionamiento que garantizaba precios muy bajos para una canasta básica limitada. Esta medida, concebida casi como de economía de guerra, pretendía asegurar la asequibilidad de los alimentos para toda la población en medio del embargo estadounidense. Al mismo tiempo, se instauró el control estatal de los precios en prácticamente todos los bienes y servicios. El régimen fijó precios por debajo de su valor de mercado en numerosos productos de primera necesidad, lo cual a corto plazo sostenía la imagen de “precios populares”, pero a largo plazo desincentivó la producción y provocó escasez crónica. Al no cubrir los costes de producción, muchos bienes dejaron de producirse o circulaban únicamente mediante el mercado informal (ilegal), donde los precios eran mucho más altos. Así, ya en los primeros años del castrismo se sentaron las bases de una economía dual: un sector oficial racionado con precios artificialmente bajos, pero sin oferta suficiente, y un sector clandestino donde la oferta existía, pero a costes prohibitivos para la mayoría.
· Décadas de 1970-80, dependencia soviética y continuismo interno: durante los años siguientes, la supervivencia del modelo cubano descansó en los subsidios de la Unión Soviética. Los precios internos permanecieron controlados por decreto, mientras la libreta continuó como tabla de salvación para evitar hambrunas. La filosofía económica no cambió: el dinero y el mercado eran vistos con sospecha ideológica y se mantuvo un tipo de cambio oficial irrealmente sobrevaluado. Hubo, sin embargo, una relativa estabilidad ficticia gracias al flujo de petróleo y crédito del bloque soviético que enmascaraba las ineficiencias. Con la caída de la URSS en 1991, Cuba perdió de golpe ese sostén, dando inicio al Período Especial, una crisis económica sin precedentes en la isla.
· Años 90, dualidad monetaria y tímidas reformas de mercado: ante la aguda escasez de los 90, el gobierno se vio obligado a introducir cambios pragmáticos. En 1993 legalizó el uso del dólar estadounidense para canalizar remesas y fomentar la entrada de divisas. Poco después, en 1994, creó el peso convertible (CUC), una moneda artificial paralela al peso cubano (CUP), con paridad fija respecto al dólar. Nacía así la dualidad monetaria: dos monedas circulando –el CUP para pagos locales y salarios estatales, el CUC (y dólares) para sectores turísticos, remesas y tiendas especiales–. En paralelo, se autorizaron mercados agropecuarios “libres” donde campesinos podían vender excedentes a precios no controlados, aunque bajo vigilancia y con topes esporádicos. Estas medidas paliativas frenaron la debacle inmediata, pero instauraron nuevas distorsiones: los cubanos de a pie comenzaron a experimentar dos economías separadas, una en la que cobraban sus salarios prácticamente sin valor real, y otra en la que necesitaban divisas fuertes para adquirir productos básicos fuera del magro racionamiento estatal.
· 2000-2020, persistencia de los controles e intentos de unificación: en los 2000s, el gobierno alternó entre amagos de reforma y retrocesos. A mediados de esa década retiró la circulación del dólar físico (imponiendo el CUC como sustituto) y mantuvo férreamente los controles de precios en la mayoría de los sectores. La libreta de racionamiento siguió vigente pero cada vez con menos productos, mientras el mercado negro florecía como respuesta natural a las carencias. En la segunda década del siglo, bajo el mandato de Raúl Castro, se reconoció oficialmente la necesidad de eliminar la dualidad monetaria. Tras años de anuncios postergados, en enero de 2021 el gobierno implementó finalmente la unificación monetaria, eliminando el CUC y estableciendo el CUP como única moneda oficial. Esta decisión –llamada “Tarea Ordenamiento”– buscaba simplificar el sistema financiero y reducir las distorsiones acumuladas por años de doble moneda. Sin embargo, lejos de lograr estabilidad, la unificación vino acompañada de una fuerte devaluación: el tipo de cambio oficial pasó de 1 USD = 24 CUP a 1 USD = 120 CUP de la noche a la mañana. Esto disparó los precios internos de bienes importados, agravando la escasez y elevando drásticamente el coste de la vida. Dado que Cuba importa buena parte de sus alimentos y productos básicos, la devaluación masiva sin reservas suficientes de divisas se tradujo en inflación inmediata y severa pérdida de poder adquisitivo para los cubanos de a pie.
A la par de la unificación monetaria, el gobierno profundizó otras medidas polémicas. Expandió la red de tiendas en Moneda Libremente Convertible (MLC), establecimientos donde solo se puede comprar con divisas extranjeras (dólares o euros) mediante tarjetas electrónicas vinculadas a cuentas bancarias en moneda dura. En estas tiendas se venden alimentos, aseo y bienes de primera necesidad que están mayormente ausentes de la red minorista en pesos. Para la mayoría de la población, que cobra sus ingresos en CUP y no tiene acceso regular a divisas, las tiendas MLC representan bienes vedados, fuera de su alcance. El resultado ha sido un incremento de la desigualdad y de la frustración social: el mercado se segmentó entre una minoría con acceso a dólares (vía remesas, turismo o sector privilegiado) y la mayoría que depende de un peso cada vez más devaluado. En resumen, el modelo que prometía proteger el bienestar de todos ha terminado levantando barreras al progreso, restringiendo el acceso de la población a bienes esenciales.
A lo largo de estas décadas, el Estado cubano también ha recurrido periódicamente a cambios monetarios unilaterales (como la confiscación de circulante en 1961-63, canjes forzosos de pesos en nuevas denominaciones, etc.) y a controles férreos del tipo de cambio oficial, todo con el fin de maquillar la realidad económica y contener desequilibrios de forma administrativa. Estas manipulaciones monetarias intentaron ocultar problemas de fondo –como déficits fiscales financiados imprimiendo dinero– pero a la larga solo desestabilizaron más la economía y minaron la confianza en la moneda nacional. El período de doble moneda (1994-2020) fue la máxima expresión de esta ingeniería financiera: permitió al gobierno captar dólares de remesas y turismo a través del CUC, mientras pagaba salarios ínfimos en CUP, creando una ilusión contable de equilibrio. Pero en la calle, el CUC llegó a valer mucho más que el CUP y luego, tras 2021, el dólar se disparó en el mercado informal multiplicando varias veces el tipo de cambio oficial, señal de la pérdida total de credibilidad del peso cubano.
En definitiva, la evolución histórica de Cuba desde 1959 hasta la fecha muestra una constante: controles de precios generalizados y manipulación de la moneda como pilares de la política económica. Ambos instrumentos, supuestamente orientados a proteger a los más vulnerables, han fracasado rotundamente en su objetivo declarado. Por el contrario, han generado distorsiones que perduran en el tiempo: escasez crónica, inflación reprimida y luego desatada, mercados negros, y un estancamiento productivo que mantiene al país en la miseria. Lejos de encaminar a Cuba hacia el desarrollo, estas estrategias han socavado la eficiencia económica y sumido a la población en una precariedad permanente.
Consecuencias económicas: inflación, escasez y empobrecimiento
Las políticas de topar precios y controlar la moneda han tenido efectos devastadores en la economía cubana. Sus principales consecuencias económicas negativas pueden resumirse en los siguientes puntos:
Inflación descontrolada: la intervención estatal ha derivado en una inflación crónica que erosiona diariamente el valor del peso cubano. Tras la unificación monetaria de 2021, la inflación oficial anual rondó el 70%, y aunque en 2023-2024 hubo una aparente moderación, las cifras siguen elevadas (alrededor del 30% interanual) y subestimadas por las estadísticas. Esto significa que los precios de bienes básicos se han multiplicado, golpeando con más fuerza a quienes viven de salarios fijos.
Pérdida de poder adquisitivo y salarios depreciados: los ingresos de los cubanos se han devaluado a tal punto que hoy apenas cubren las necesidades más básicas. El proceso inflacionario, sumado a la “Tarea Ordenamiento”, redujo drásticamente el poder de compra real. Según el economista Pedro Monreal, la inflación en abril de 2025 en términos interanuales alcanza el 18,57%, lo que pone de manifiesto una situación de estanflación –alta inflación con economía estancada– que limita la recuperación y acentúa la miseria en la isla. El coste de los alimentos básicos se ha vuelto prohibitivo: el último dato de la inflación interanual de alimentos se mantenía en 17,26%, encareciendo dramáticamente la dieta diaria de los hogares. Mientras tanto, los salarios reales se redujeron; el peso de las remuneraciones de los trabajadores en el PIB ha caído significativamente desde 2021, reflejo de cómo la población ha absorbido el ajuste económico. En términos llanos, el cubano medio es cada vez más pobre en su propia moneda.
Escasez crónica y mercados paralelos: fijar precios por debajo de los costes ha llevado a una disminución de la oferta de casi todos los bienes. La producción nacional, especialmente de alimentos, está estancada o en retroceso, al no haber incentivos para producir bienes que deberán venderse a pérdida bajo control de precios. El resultado es estanterías vacías en el comercio oficial y largas colas para obtener productos racionados. Los consumidores, desesperados por suplir sus necesidades, se ven forzados a recurrir al mercado negro, donde los precios son mucho más altos y no existe ningún tipo de protección al consumidor. Este circuito informal se abastece a menudo desviando productos del sector estatal (corrupción interna) o mediante importaciones ilegales, y se rige por la ley de la oferta y demanda que el gobierno pretendió anular. Así, la inflación “real” se manifiesta en el mercado informal, reflejando la desconexión entre las políticas estatales y la realidad económica cotidiana.
Empobrecimiento e inequidad creciente: la combinación de inflación y escasez ha resultado en un empobrecimiento generalizado de la población. Quienes dependen exclusivamente de un salario estatal en pesos enfrentan una dramática pérdida de capacidad de compra. Muchos cubanos han caído en la pobreza extrema o dependen de remesas del exterior para sobrevivir. Al mismo tiempo, las distorsiones han aumentado la desigualdad: aquellos con acceso a divisas (por familiares en el extranjero, turismo o actividades dolarizadas) pueden sortear mejor la inflación comprando en tiendas MLC o en mercados informales, mientras que los más vulnerables quedan rezagados. Las tiendas en MLC, como se mencionó, oficializan esa brecha, entregando bienes de primera necesidad solo a quien tenga moneda fuerte. En la Cuba de hoy, tener dólares o euros marca la diferencia entre la penuria y la posibilidad de consumir artículos básicos, un fenómeno profundamente contrario al discurso igualitario de la Revolución.
Corrupción e ineficiencia institucional: la persistencia de controles rígidos ha fomentado también la corrupción y la economía sumergida dentro de las propias instituciones. Para sortear los topes de precios y obtener ganancias, productores, intermediarios e incluso funcionarios incurren en prácticas ilícitas: desvío de mercancías, sobornos, venta clandestina de inventarios estatales, etc. Se han creado redes de distribución paralelas toleradas oficiosamente, sin las cuales la vida cotidiana sería imposible, pero que minan la legalidad y la ética pública. Esta situación erosiona la confianza de la ciudadanía en las instituciones y genera un círculo vicioso de desabastecimiento y especulación. Además, la falta de transparencia y de mecanismos efectivos de supervisión agrava el problema, dejando a los consumidores desprotegidos y sin opciones más allá de la supervivencia económica diaria en la informalidad.
En síntesis, los controles de precios instaurados desde los años 60 han producido efectos opuestos a los proclamados. Aunque se justificaron como medidas para proteger al consumidor y garantizar la equidad, en la práctica han conducido a escasez, inflación fuera del mercado oficial y corrupción generalizada. La economía cubana opera con severas distorsiones: las señales de mercado están rotas, la producción no satisface la demanda, y la población padece una carestía creciente. La falta de incentivos para producir y la manipulación continua de las variables económicas han impedido el desarrollo de un mercado eficiente y sostenible, deteriorando el bienestar de los cubanos. Incluso las empresas estatales sufren: tras la unificación monetaria, más de 500 empresas estatales reportaron pérdidas (“números rojos”), incapaces de equilibrar sus cuentas en el nuevo contexto inflacionario y devaluatorio. En lugar de corregir las crisis, las medidas de intervención han profundizado los desequilibrios, sumiendo al país en un estado permanente de precariedad.
Lógica ideológica: el control económico como herramienta de poder
Para comprender por qué el gobierno cubano ha persistido en estas políticas fallidas, es necesario explorar la lógica ideológica que las sustenta. En la doctrina comunista, especialmente en su variante soviética que inspiró al castrismo, el dinero y el mercado libre son vistos con recelo. Desde sus primeras formulaciones, el marxismo-leninismo concibe el dinero no como un elemento neutro y esencial de organización económica, sino como un mecanismo propio del capitalismo y, por tanto, una herramienta de dominación de clases. Bajo esta concepción, eliminar o minimizar el papel del dinero en la sociedad se considera un paso hacia la igualdad. Fidel Castro adoptó tempranamente esta visión: en los primeros años de la Revolución impulsó políticas para reducir el uso del dinero en transacciones cotidianas y eliminar las estructuras de mercado libre, con el objetivo de crear una economía dirigida que distribuyera los recursos “equitativamente”.
En la práctica, los regímenes comunistas –y Cuba no es la excepción– han utilizado la manipulación del dinero y los precios como instrumentos de control político y social. No se trata solo de herramientas de gestión económica, sino de mecanismos deliberados para limitar la autonomía económica de los individuos y desmantelar cualquier atisbo de sistema capitalista dentro de sus fronteras. Mantener a la población ocupada en la subsistencia diaria, sin ahorros ni capital propio, reduce su capacidad de organización independiente y la hace más dependiente del Estado. En este sentido, la inflación misma ha sido empleada como un arma: al imprimir dinero y generar alzas de precios, el Estado socava el valor de los ahorros privados y diluye la riqueza de los ciudadanos, impidiéndoles acumular capital. En la Unión Soviética, por ejemplo, la emisión masiva de rublos sin respaldo fue utilizada para erosionar las bases del mercado y pulverizar el poder adquisitivo como forma de control. Cuba replicó ese enfoque; de hecho, ya en los 60 Fidel Castro ejecutó cambios monetarios drásticos (como la eliminación del antiguo peso y la emisión de uno nuevo) con la convicción de que el dinero debía estar bajo absoluto control estatal.
Esta visión ideológica derivó en una economía hiper-centralizada donde el Estado determinaba qué, cómo y a qué precio se producía y distribuía, restringiendo el uso del dinero a transacciones estrictamente supervisadas. Los controles de precios y salarios se convirtieron en normas permanentes para evitar las fluctuaciones propias de un mercado libre, consideradas indeseables porque podrían empoderar a actores privados. Así, limitar el enriquecimiento individual y la autonomía financiera no fue un efecto colateral, sino en cierta medida un objetivo deliberado: al no poder prosperar mediante la iniciativa propia, el ciudadano debía depender del Estado para su sustento, lo que reforzaba el control político. Este “paternalismo coercitivo” encaja en la lógica castrista de que la Revolución provee lo necesario (aunque sea en cantidad insuficiente) y, a cambio, demanda lealtad y sumisión. Cualquier intento de burlar el esquema –desde negociar precios libremente hasta ahorrar dólares en casa– fue tachado de actividad contrarrevolucionaria o “enriquecimiento ilícito”, con castigos que iban desde la confiscación de bienes hasta penas de cárcel en épocas pasadas. La economía, en resumen, ha sido campo de batalla ideológico: sacrificar la eficiencia económica se consideró un precio aceptable a pagar por mantener la ortodoxia comunista y el control social.
Este marco ideológico explica por qué, pese a la evidente disfuncionalidad económica, el régimen se ha resistido a liberalizar los precios o a renunciar a su monopolio monetario. Las reformas aperturistas han sido limitadas y siempre vigiladas con desconfianza. Cada vez que la realidad ha forzado ajustes (como en los 90), el gobierno ha intentado mantener el timón intervenido, temiendo que la libertad económica conlleve libertad política. En definitiva, los controles de precios y la manipulación monetaria han servido al doble propósito de afianzar la narrativa revolucionaria (de combate a la “especulación capitalista” y protección al pobre) y de mantener a la ciudadanía económicamente dependiente, sin herramientas para desafiar la hegemonía del Estado.
Estancamiento actual y antesala de la dolarización
La Cuba de 2024-2025 se encuentra sumida en una de sus peores crisis económicas desde el Período Especial. Todos los problemas antes descritos se han profundizado en los últimos años, configurando un cuadro de estanflación y malestar social. A pesar de algunas medidas cosméticas, las autoridades no han logrado domeñar la inflación ni reactivar la producción. Cada cubano comprueba a diario cómo su dinero vale menos y cómo debe destinar una porción creciente de sus ingresos a procurarse comida, gas de cocinar u otros esenciales, muchas veces a precios astronómicos en el mercado informal.
Frente a la molestia popular por la inflación y la escasez, el gobierno ha respondido con más controles y medidas administrativas en lugar de rectificar el rumbo. Un ejemplo reciente es la Resolución 225 de 2024 del Ministerio de Finanzas y Precios, que impuso precios minoristas máximos a seis productos básicos, incluido el pollo, el aceite y la leche en polvo. Esta iniciativa buscaba frenar el alza desmedida de precios en esos rubros sensibles. Sin embargo, como era previsible, también ha generado críticas tanto de emprendedores privados como de consumidores, pues afecta la rentabilidad y desincentiva la oferta, arriesgando agravar el desabastecimiento de esos mismos productos. En esencia es repetir la fórmula fallida: intentar contener la inflación por decreto. Tales controles de precios recientes se suman a restricciones financieras como la llamada “bancarización” (que limita el uso de efectivo), todas medidas orientadas a reducir la demanda más que a incentivar la oferta.
El resultado económico actual es desolador: la producción nacional, sobre todo de alimentos, permanece estancada o cayendo, dada la falta de insumos y el escaso atractivo para producir bajo controles draconianos. La agricultura, por ejemplo, sufre problemas estructurales de baja productividad y falta de recursos, por lo que es improbable que logre abaratar los alimentos aumentando la oferta mientras persista el modelo comunista vigente. Sin producción suficiente ni acceso a divisas para importar, la oferta total de bienes sigue muy por debajo de la demanda. Esto prolonga la inflación y la escasez indefinidamente. Al mismo tiempo, el peso cubano ha seguido perdiendo valor frente al dólar en el mercado informal, reflejando la falta de confianza. A inicios de 2023 el dólar informal rondaba los 120-150 CUP, pero hacia fines de 2024 superaba los 200 CUP, demostrando la devaluación constante de la moneda nacional. En la práctica, Cuba vive una dolarización de facto: gran parte de las transacciones relevantes (venta de casas, autos, muchos alimentos importados, e incluso los ahorros familiares) ocurren en dólares o monedas extranjeras, porque nadie quiere el depreciado peso. La economía cubana está dolarizada en gran medida porque el peso ha dejado de cumplir las funciones básicas de una moneda nacional. La gente prefiere referenciar el valor de las cosas en divisas fuertes, y el propio Estado cubano fomenta este fenómeno al vender bienes en dólares (tiendas MLC) para captar divisas.
Ante esta situación límite, crece la convicción de que Cuba necesita un cambio estructural radical en su política económica. Las recetas aplicadas hasta ahora –controlar más, restringir más– solo han profundizado el desastre. Dolarizar la economía cubana surge entonces como una propuesta cada vez más discutida en círculos de economistas y opositores, y como una posible tabla de salvación para frenar la espiral inflacionaria. ¿En qué consiste esta idea? ¿Cómo se puede aplicar? ¿Hay precedentes históricos? ¿Qué implicaciones podría tener? Estas son algunas de las preguntas que se tratarán en las próximas entregas.